Lo natural de las despedidas
No nos han enseñado a las despedidas. Quizá por eso sean tan duras. Las lágrimas escapan de los ojos, no encontramos respuestas a preguntas inexistentes y el vacío se llena de una sustancia irreconocible, pesada, inmaterialmente cruel. Lo único real es que las despedidas siempre han existido pero no sé si la sociedad, o nosotr=s mism=s, nos empeñamos en extender sobre ella un telón para hacerla desaparecer como si fuera un truco de magia. Y no desaparece.
Las despedidas llegan siempre. Tienen por costumbre aparecer por sorpresa, sobre todo para quienes las recibimos. ¿Ahora? Sí, ahora. Sin vuelta atrás en muchos casos. Un adiós que no se parece en nada a su primo «hasta luego». Rotundo, sin espejo retrovisor, ni retraso en su reloj. Llega.
Mira que la pandemia desplazó un año más la celebración de Tokyo 2020. Por obligación, por necesidad y por responsabilidad. Un año más de tiempo para prepararnos a un tiempo que llegaría pero que no quisimos ver. Ni el momento, ni el legado, ni sus preparativos. Un año después se celebra el evento por antonomasia mundial, los Juegos Olímpicos, una especie de olimpo de sueños, de esfuerzo, de podiums, donde las intenciones de l=s profesionales del deporte ponen su mirada fija a modo de objetivo profesional y vital. No es una competición más, no. Es LA competición. Quizá sean más cosas, lo fueron, no sé si lo serán, pero decir que eres deportista olímpico lleva consigo más significados que cualquier otra participación en cualquier otra competición.
Intuíamos que en Tokyo 2020-2021 se daría la situación. Una generación excelsa, unida, «loca», irreverente, llena de talento y de ambición, estaba llegando a su etapa final. Quizá este sea su momento definitivo final, pero aún sobrevive un estandarte que todavía se levanta por encima de las cabezas del resto, junto a sus 2.15m de altura, que iba camino de plegarse. Era esa corta edad del deporte profesional, la que marcaba el camino final, peleándose cada semana que pasaba con el deseo de conseguir su último gran logro personal y profesional. Otros ya habían dado un paso a un lado, Raül, Navarro, Reyes, etc, pero quedaba Pau. Un hombre movido por sus retos, por sus desafíos y su áurea emocional a su alrededor. Ésa que contagia a quien está a su lado, que hace moverse al resto, ésa que sirve de pequeña lección para superarse un poco más, para discutir principios que se creen intocables hasta que se desmoronan. Pau Gasol quiso seguir un poco más hasta cerrar esta puerta de su vida en un momento único, en estos Juegos Olímpicos que por definición son únicos, como experiencia, como vivencia, como desafío.
No fue explícito su adiós, nunca dijo «Tokyo y se acabó», pero tod=s intuíamos que este sería el momento. Con el acompañamiento de sus 41 años recién cumplidos, con sus últimos dos años de preparación con dirección Tokyo y con una carrera a cuestas que pesa más que todas las pesas del gimnasio que visitaría día sí, día también. Pau Gasol quería tratar de llegar al último día, a su final en LA Final, quería incitar al resto a acompañarle, a sabiendas que él solo ya no podría, pero acompañado podría ser posible. El resto aceptó, incluso con sus dudas iniciales, algunos con necesidades de descanso, de familia, de desconexión del balón, del sonido del parquet, de las últimas burbujas protectoras, de las rutinas de los horarios, con la veteranía de unos, la bisoñez de otros y la ambición de todos.
Pero la competición siempre existe como las despedidas. Quizá por eso se llevan tan bien. Competición y despedidas cabalgan juntas, donde quien toma la ventaja final es el triunfo. Hay rivales que luchan por el mismo motivo. Incluso si compites contra ti mismo. Luchas con el «y si», o luchas con el «creo que», luchas con el condicional siempre de acompañante. A veces dominas la competición, la mantienes firme, a tu lado, con tu ventaja, acariciándola para que no te empuje fuera. Otras veces, la competición es desleal a ti mismo porque se alía con quien más le coquetea y te deja de lado. Es así. Te enseñan, deberían (deberíamos), a aceptar esa «despedida» competitiva, esa derrota que se disfraza de dolor y de aprendizaje, si es que realmente se aprende. El caso es que enfrente tienes a rivales que quieren tocar con su yema de los dedos el triunfo, a pesar de que en el otro lado esté quien también haya imaginado su final feliz, soñando con el mismo premio.
Quienes sentimos el baloncesto, y el deporte, como una manera de sentir la vida, de vivirla, en su práctica, en su análisis y siempre en su disfrute, tenemos que agradecer a Pau su carrera, sus logros y sus desafíos convertidos en nuestras alegrías, en nuestros «no me fastidies, chico» o en esos «¡ buah !» que salían en nuestro boquiabierto silencio. Estos meses de julio, agosto y septiembre de estos últimos veinte años se han visto coloreados y subrayados por el protagonismo de Pau, y de sus compañeros. Y eso independientemente de su final, es de merecer. No solo por el medallero, bárbaro, sino por lo representado con todo ello. Apretar los puños de alegría, agradecer al resto, estar cuando y donde debía estar, unir y sumar, no esconderse, estar presente, ser único.
Así que necesitaba, yo al menos, dejar un espacio a la despedida para que no tratara de escabullirse en silencio entre el ruido constante del día a día. Quería una despedida que estuviera presente, una despedida que hablase en mi nombre, como otras muchas que existirán. Quería también una despedida que abrazase, en su nombre, otras que se darán al mismo tiempo, a su lado, de su mano, como la de su hermano Marc, o la de Scola, e incluso quienes estén en ese momento de dar también un paso a un lado, que es en definitiva un paso al frente. Seguramente así veamos la despedida de una manera más natural, cuando ambas partes estamos de acuerdo en sus condiciones, en su adiós y en su recuerdo. GRACIAS PAU.